El diccionario nos indica que una noción es una idea, más o menos concretada, que tenemos de algo. En otra acepción hace referencia a que es un conocimiento, que puede ser elemental o más elaborado. Su etimología latina “notio” nos habla de conocer y de notar.
Así pues, podemos definir la noción de yo como la presencia de una idea o conocimiento sobre mí, que me diferencia de lo que considero como no-yo y que parte de una percepción que es interpretada por mi mente.
A día de hoy, sabemos por la ciencia que buena parte de los animales cuentan con una capacidad mental que les aporta una noción de yo diferenciada del resto de seres vivos. Esta noción se hace más o menos compleja y precisa, a medida que va aumentando la capacidad cognitiva de una especie.
Evolutivamente hablando, contar con esta herramienta ha producido ventajas competitivas considerables, pues la presencia de esta referencia interna potencia diferentes funciones mentales que conllevan un mayor capacidad de supervivencia.
Sin embargo, y como ocurre con tantos otros sistemas mentales, en el ser humano moderno, este sistema ha llegado a un nivel de complejidad bastante elevado y la falta de conocimiento y una muy mala gestión, ha convertido lo que era inicialmente una gran ventaja evolutiva, en algo que da muchos problemas y nos genera sufrimiento.
Como ya hemos visto en ocasiones anteriores, el cerebro actual de la especie humana es el resultado de la evolución de millones de años y cuenta con diversas “capas” que se han ido superponiendo a medida que avanzaba la complejidad y potencia de sus funciones y capacidades. Lo que nos da tantos problemas, y a la vez es lo que nos hace tan maravillosamente humanos, es que en nuestro cerebro hay diferentes zonas con capacidad para generar una resonancia diferenciada de yo. Y esto es lo que percibe nuestra mente.
En realidad el problema se da porque no tenemos un conocimiento suficiente ni una visión global de toda esta realidad y porque, en la práctica, cada una de las resonancias de yo que se producen, parte de una idea de ser la única o verdadera, negando al resto.
Dicho de otra manera, como tantas otras actividades de nuestra mente, su comprensión correcta no es directamente intuitiva. Necesita de un cuerpo de conocimiento que encaje adecuadamente lo percibido para darle una correcta interpretación, aquella que nos permita profundizar en lo que somos y seguir creciendo, haciéndonos cada vez seres más libres.
Esto lo podemos comprender mejor usando un símil, poniendo un ejemplo del mismo mecanismo mental aplicado a algo más concreto y comprensible a primera vista: la idea o noción que el ser humano ha tenido del hecho de que hay noche y día, es decir, de que el sol sale cada mañana.
La falta de un conocimiento suficiente sobre nuestro sistema planetario hizo que, inicialmente, a este hecho se le asignaran cualidades mágicas o divinas. Esta etapa arranca con el principio de los tiempos hasta, más o menos, el siglo XVI de nuestra era. Al principio, el ser humano concibió a la tierra como lo único existente y, en cualquier caso, el centro de todo lo existente, lo que luego se llamó universo.
Ya en un momento bastante avanzado, el ser humano comprendió que la tierra no podía ser el centro (tras repetidas observaciones científicas que hacían evidente tal imposibilidad) y trasladó el centro al sol, es lo que hoy llamamos heliocentrismo (Copérnico y cómo no recordar al pobre Galileo). Más adelante, la ciencia y nuestro conocimiento derivado de ella fue avanzando y se hizo insostenible esta visión, pues ya era evidente que nuestro sol no era sino una más en una inmensidad de estrellas prácticamente inabarcable. Pero esto no ocurrió hasta hasta muy poco tiempo, en pleno Siglo XIX.
Es exactamente el mismo proceso de profundización y ampliación de conocimiento que el que se va produciendo con la noción de yo a lo largo de nuestro proceso de toma de conciencia y desarrollo, lo que aquí llamamos Autorrealización.
Para identificar bien nuestras diferentes o sucesivas nociones de yo nos podemos valer de un hecho, y es que nuestro cerebro no está completamente desarrollado cuando nacemos, sino que va creciendo, madurando, incorporando nuevas funciones a lo largo de nuestros primeros veinte años de vida. Y lo hace de una manera, más o menos, fiel a la evolución que ha vivido nuestra especie en los últimos millones de años, es decir, las zonas más primarias aparecen antes en nuestra vida y las más complejas y avanzadas, las que identificamos como propiamente humanas, no lo hacen hasta la adolescencia.
La noción de Yo va cambiando de sistema de referentes y de zona cerebral que la emite, a lo largo de nuestra vida. Y con la maduración del cerebro, las nuevas nociones de Yo no hacen desaparecer a las antiguas sino que se superponen.
Pero hemos vivido de espaldas a esta evidencia y nos hemos empeñado en mantener una noción de Yo única, sólida, permanente y excluyente del resto, con la que nos hemos identificado plenamente: “Soy yo”.
No es de extrañar que esta posición nos de tantos problemas. En próximos textos intentaremos aclarar todo este pequeño-gran lío.